Capítulo 1: El Ortostato
El druida espera ante el dolmen.
La bruma de la madrugada se enrosca en los brazos del monumento pétreo como si reconociera su poder. Está solo, en mitad de la llanura granítica, donde la tierra se endurece y el silencio pesa más que las piedras.
Valencia de Alcántara aún no tiene nombre, pero los antiguos ya conocen este lugar como un nudo de fuerzas. La roca brota fácilmente del suelo, y con ella han levantado los portales: cada dolmen es más que una tumba. Son puertas.
No todos pueden abrirlas. Solo los druidas, guardianes del aliento antiguo, conocen los signos. Solo ellos pueden invocar la vibración precisa que despierta la piedra.
El druida se arrodilla ante el dolmen Mellizo.
No necesita hablar. El silencio basta. Apoya las palmas sobre la piedra, respira hondo y escucha. El granito conserva la memoria de la tierra: milenios de vibración, de ciclos lunares, de soles apagados. Y también conserva la memoria de los hombres que supieron escuchar.
El dolmen Mellizo es diferente. Tiene un ortostato que vibra cuando nadie lo toca. Por él pasan fuerzas que no vienen de este mundo. A veces, cuando el druida se duerme en su base, sueña con lenguas que no conoce, con rostros que no son humanos, con lugares que no ha pisado.
Sabe que no es el único guardián que ha sentido esas visiones. El linaje de los druidas ha sobrevivido a la persecución y al olvido. Nunca fueron muchos, pero siempre supieron cuándo ocultarse. Y cuándo regresar.
Ahora es tiempo de regreso. Y él lo siente en los huesos.
Todos los dólmenes se comunican. Son red, tejido, nervadura de un cuerpo antiguo que respira bajo la corteza del mundo. Pero no todos conducen a los mismos destinos. Algunos abren senderos hacia los recuerdos de esta tierra; otros, más raros, permiten viajar fuera del tiempo y del espacio, más allá de lo que los humanos llaman galaxia. Allí donde la conciencia se disuelve en un océano de presencias sin forma.
Por eso, el guardián de los dólmenes ha de ser druida. No uno cualquiera, sino uno consagrado, fundido con el lugar que protege. Porque custodiar un dolmen es también ser parte de él.
Con los años, el druida envejece junto a su umbral. No busca refugio, no teme la muerte. Cuando el cuerpo falla y la memoria se disuelve, permanece en la llanura como una rama caída. Entonces, descienden los buitres. No lo devoran con violencia. Lo reconocen. Lo devuelven al ciclo. En sus cuerpos alzados, la memoria del druida asciende. Su conocimiento no se pierde: se dispersa en el vuelo.
Por eso el cielo de Valencia de Alcántara está lleno de alas. Porque los buitres no solo limpian los huesos: son custodios también. Ven el mapa completo, la danza de los portales, el pulso de los umbrales encendidos. Y anuncian con su vuelo si uno de los dólmenes ha sido activado.
El nuevo guardián sabrá leer esas señales.
Valencia de Alcántara, siglo XV. La frontera entre Castilla y Portugal es una herida abierta donde se cruzan no solo reinos y lenguas, sino fuerzas mucho más antiguas. En los campos de granito que rodean el pueblo, bajo la piel agrietada de la dehesa, duerme un secreto: una red de portales megalíticos que conectan este mundo con otros planos de existencia.
Los antiguos druidas lo sabían. Lo supieron desde antes que existiera la palabra “España”, antes que hubiera iglesias o castillos. Los dólmenes no eran tumbas: eran umbrales. Y en su interior resonaba una vibración que no pertenece ni al pasado ni al futuro, sino al tiempo profundo, el que sostiene el universo.
Durante siglos, los druidas guardaron ese conocimiento. Se transmitía de maestro a discípulo en la piedra y en el silencio, nunca en pergaminos. Cada dolmen tenía una función: unos abrían caminos hacia otras regiones del mundo, otros hacia los recuerdos del alma, y unos pocos —los más temidos— hacia las conciencias cósmicas que habitan más allá de las estrellas.
Pero llegó la guerra.
No solo la guerra entre Juana la Beltraneja e Isabel la Católica, que tiñó de sangre la península entera, sino una guerra más sutil: la del control del conocimiento. Isabel, ungida reina, comprendió pronto que quien dominara los portales dominaría el porvenir. Que las rutas del alma podían ser tan valiosas como las rutas marítimas. Y por eso envió a sus hombres más devotos —los primeros inquisidores— a investigar las regiones donde los portales eran más activos.
Uno de esos lugares era Valencia de Alcántara.
Allí, en 1497, se celebró un matrimonio político de apariencia discreta pero de enorme peso simbólico: el enlace entre Manuel I de Portugal e Isabel de Aragón, hija de Isabel la Católica. Se eligió ese enclave no por diplomacia, sino por geometría sagrada: el dolmen mayor de la zona, oculto bajo una ermita desacralizada, era uno de los portales cósmicos más poderosos de toda la red megalítica europea. La boda fue una cobertura. Bajo la fiesta, el incienso y las alianzas, la reina madre había enviado a sus emisarios a tomar posesión del lugar. El matrimonio sellaría no solo una alianza entre reinos, sino una conquista espiritual.
Y para ello, debían erradicar lo antiguo.
La Inquisición no nació para castigar el cuerpo. Nació para poseer el alma. Y en estas tierras, el alma de la tierra tenía nombres prohibidos. Los druidas, guardianes de los portales, fueron perseguidos uno a uno. Algunos huyeron a la sierra. Otros se dejaron capturar para proteger a sus discípulos. Unos pocos, los más sabios, se ocultaron a la vista bajo hábitos de ermitaños o curanderos. Pero los portales seguían ahí. Y algunos no podían cerrarse.
En este tiempo de fuego y piedra, se abre la historia.
Una joven —hija de un herrero con sangre antigua en sus venas— empieza a ver señales en sus sueños. Un fraile inquisidor, desgarrado entre la obediencia y las visiones que le asaltan al tocar las piedras. Un caballero portugués que descubre que su linaje está ligado al umbral. Y en lo alto del monte, los buitres trazan círculos en el cielo como si recordaran algo que los hombres han olvidado.
Porque los portales están despertando.
Y ya nadie controla lo que viene del otro lado.